viernes, marzo 09, 2018

 

Nueva York, cenar con extraños



(Un texto de Idoya Noain en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 29 de marzo de 2015)

En la ciudad más poblada de Estados Unidos proliferan las plataformas que permiten cenar con extraños disfrutando de los menús de chefs profesionales e incluso aprender sus recetas. Una nueva y sabrosa iniciativa de economía compartida.

Hace cinco años, el autor, activista y periodista Michael Pollan escribió un pesimista artículo en The New York Times analizando un fenómeno bien nutrido de paradoja: conforme más éxito iban acumulando los canales y programas de televisión en los que la comida o los cocineros son protagonistas, menos tiempo pasaba la gente en la cocina. Un lustro después persiste la transición de fogones a sofás -un viaje con importantes motivos y efectos sociológicos, económicos y de salud- y un estudio reciente de un grupo que analiza patrones de alimentación en Estados Unidos ha revelado que menos del 60% de las cenas que se sirvieron el año pasado en los hogares del país han sido preparadas en casa, porcentaje enclenque si se compara con el 75% de 1984.

Nueva York se resiste a dejarse amargar por el pesimismo. Como en otras grandes ciudades del mundo, proliferan iniciativas de economía compartida centradas en la comida y tienen éxito plataformas como EatWith, VoulezVousDiner, Kitchensurfing o Feastly, que ofrecen la experiencia de cenar con extraños y degustar el trabajo de chefs profesionales o aficionados fuera de restaurantes. Muchos, no obstante, van más allá de sentarse a mesa puesta y las clases de cocina se han convertido también en una forma de saciar no solo el apetito literalmente entendido, sino otro hambre frecuente: el de conectar con la gente.

Reiko Nakamura, una artista japonesa, apasionada desde pequeña tanto por cocinar como por comer, empezó en el 2011 a ofrecer clases en su casa. Al año siguiente una amiga le habló de MeetUp, la red social que permite crear grupos unidos por intereses comunes, y estableció el suyo, por el que paga 15 dólares al mes. Desde entonces se han sumado a él más de 450 personas y muchas de ellas han pasado por alguna o varias de sus 64 clases, tres horas en las que por entre 30 y 50 dólares se aprende desde a hacer miso o shio-koji (la sal fermentada) hasta recetas caseras que rara vez se paladean en un restaurante.

Se aprende y se come lo aprendido y en la última de las clases (centrada en platos con sake kasu, el poso desechado en la producción del sake y fermentado), estuvieron Junying, una joven empleada en el sector nanciero; Iris, una chinovenezolana madre de dos hijos; Ray, que estudia un máster en matemáticas en la Universidad de Nueva York; Mike, un programador informático y Chiho, llegada de Japón para trabajar para la filial estadounidense de su compañía. Chiho añora la comida de su tierra pero, sobre todo, ansía conocer gente, un empeño no siempre fácil pese a estar en una ciudad de ocho millones de habitantes. Hacerlo mientras se marina el pescado, se prepara el dulce, se trocean los vegetales o compartiendo la mesa tiene más sabor. Buen provecho.

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